Texto de sala
Las imágenes de Francisco Vázquez Murillo nos seducen con su familiaridad. Con esa intimidad que resulta del encuentro con algo que sabemos que no es ajeno aunque no lo hayamos visto antes. Que se afirma con los ojos y la piel y revela que hay algo común; hay códigos que atraviesan el tiempo, la materia, el espacio. Ellas parecen haber estado refugiadas en sus retinas. Surgen de mirar, perdido, los techos de su casa de madera, de ordenar semillas, de sostener en sus manos raíces, sumergirlas en la tierra, estudiar las formas de las plantas y registrar cómo las alteran los cambios en el ambiente. De observar los bichos que recorren y crean surcos en el pasto y en la casa; de mirar la estela que deja su forma de caminar; de sentir vértigo, calor y frío.
Las imágenes de Francisco son un eco de su obsesión por estudiar alfabetos, de su tendencia a la escritura y a la construcción —que son también una sola cosa—. Son el resultado de alinear, apilar, apoyar y de encontrar, en esos nuevos órdenes, sentidos. De olvidar la diferencia entre realidad y ficción y zambullirse en la producción de esas imágenes como si fueran canales para desandar la creencia de que hay formas extrañas, porque lo extraño es sólo un espejismo hecho de distancia.
En los pocos milímetros —¿el milímetro?— que recorrió la herramienta con la que caló la superficie de sus placas de madera —sus pinturas, esas cortezas—, él se apropió de formas que parecen haber estado esperando ser encontradas. Tienen la fuerza de aquello que se desprende del accesorio o el artificio: no hay disfraz ni ilusión en sus imágenes, sino desgaste y erosión. Ellas son luz sobre una oscuridad en la que reviven formas preexistentes e infinitas. En esas formas-organismos-cicatrices-huellas-signos subyacentes, fértiles, late el principio de la vida misma. Su quietud es una fantasía porque sabemos que vibran.
Las imágenes de Francisco Vázquez Murillo, si bien son expresión de nuestra capacidad de crear signos y lenguaje, son previas a Babel. La posibilidad de dar mil nombres a una flor y llamarla mal de ojos, algarrobillo, piscala, cosme, flor de indio, barbón, picha de perro, poinciana o espiga de amor —datos sobre los que también afianza su labor— es desandada para que todos hablemos la misma forma, reconozcamos el mismo comportamiento. Sus imágenes atraviesan el tiempo histórico y las distancias geográfico-culturales. Son tal vez un llamado a prestar atención a aquello que aún no ha sido categorizado, no tiene nombre ni es palabra. Las imágenes en este estado de pureza son solidarias.
Las imágenes de Francisco Vázquez Murillo surgen de “mirar hacia arriba, mirar hacia abajo”, como dice el propio artista. De mirar de lejos y de cerca, desde adentro y desde afuera. La vista cenital del bosque cuya cadencia es similar a la del fondo del mar, interrumpida por la visión del enredo que existe en su interior —tal vez aquello que Francisco llama el “ruido del pensamiento”—, proponen encontrar profundidad y superficie. El viaje que el artista hace tan por sobre la piel del bosque como a través de él, busca descubrir eso que bulle, eso que hierve porque está activo en la Tierra.
Hipnóticas, las imágenes de Vázquez Murillo acomodan algo en el ojo, tientan al tacto, nos permiten flotar. Entre el rito y el ejercicio, representan la energía que existe en los hornos y los caldos de vida cuando esta llega así como cuando se escapa o se transforma.
Alejandra Aguado
Octubre 2023
Las imágenes de Francisco Vázquez Murillo nos seducen con su familiaridad. Con esa intimidad que resulta del encuentro con algo que sabemos que no es ajeno aunque no lo hayamos visto antes. Que se afirma con los ojos y la piel y revela que hay algo común; hay códigos que atraviesan el tiempo, la materia, el espacio. Ellas parecen haber estado refugiadas en sus retinas. Surgen de mirar, perdido, los techos de su casa de madera, de ordenar semillas, de sostener en sus manos raíces, sumergirlas en la tierra, estudiar las formas de las plantas y registrar cómo las alteran los cambios en el ambiente. De observar los bichos que recorren y crean surcos en el pasto y en la casa; de mirar la estela que deja su forma de caminar; de sentir vértigo, calor y frío.
Las imágenes de Francisco son un eco de su obsesión por estudiar alfabetos, de su tendencia a la escritura y a la construcción —que son también una sola cosa—. Son el resultado de alinear, apilar, apoyar y de encontrar, en esos nuevos órdenes, sentidos. De olvidar la diferencia entre realidad y ficción y zambullirse en la producción de esas imágenes como si fueran canales para desandar la creencia de que hay formas extrañas, porque lo extraño es sólo un espejismo hecho de distancia.
En los pocos milímetros —¿el milímetro?— que recorrió la herramienta con la que caló la superficie de sus placas de madera —sus pinturas, esas cortezas—, él se apropió de formas que parecen haber estado esperando ser encontradas. Tienen la fuerza de aquello que se desprende del accesorio o el artificio: no hay disfraz ni ilusión en sus imágenes, sino desgaste y erosión. Ellas son luz sobre una oscuridad en la que reviven formas preexistentes e infinitas. En esas formas-organismos-cicatrices-huellas-signos subyacentes, fértiles, late el principio de la vida misma. Su quietud es una fantasía porque sabemos que vibran.
Las imágenes de Francisco Vázquez Murillo, si bien son expresión de nuestra capacidad de crear signos y lenguaje, son previas a Babel. La posibilidad de dar mil nombres a una flor y llamarla mal de ojos, algarrobillo, piscala, cosme, flor de indio, barbón, picha de perro, poinciana o espiga de amor —datos sobre los que también afianza su labor— es desandada para que todos hablemos la misma forma, reconozcamos el mismo comportamiento. Sus imágenes atraviesan el tiempo histórico y las distancias geográfico-culturales. Son tal vez un llamado a prestar atención a aquello que aún no ha sido categorizado, no tiene nombre ni es palabra. Las imágenes en este estado de pureza son solidarias.
Las imágenes de Francisco Vázquez Murillo surgen de “mirar hacia arriba, mirar hacia abajo”, como dice el propio artista. De mirar de lejos y de cerca, desde adentro y desde afuera. La vista cenital del bosque cuya cadencia es similar a la del fondo del mar, interrumpida por la visión del enredo que existe en su interior —tal vez aquello que Francisco llama el “ruido del pensamiento”—, proponen encontrar profundidad y superficie. El viaje que el artista hace tan por sobre la piel del bosque como a través de él, busca descubrir eso que bulle, eso que hierve porque está activo en la Tierra.
Hipnóticas, las imágenes de Vázquez Murillo acomodan algo en el ojo, tientan al tacto, nos permiten flotar. Entre el rito y el ejercicio, representan la energía que existe en los hornos y los caldos de vida cuando esta llega así como cuando se escapa o se transforma.
Alejandra Aguado
Octubre 2023
Room text
Francisco Vázquez Murillo's images seduce us with their familiarity. With that intimacy that results from encountering something we know is not unfamiliar even if we haven't seen it before. It affirms itself with eyes and skin and reveals that there is something common; there are codes that traverse time, matter, space. They seem to have been sheltered in his retinas. They arise from looking, lost, at the roofs of his wooden house, from organizing seeds, from holding roots in his hands, submerging them in the earth, studying the forms of plants, and recording how changes in the environment alter them. From observing the creatures that roam and create furrows in the grass and the house; from watching the trail left by their way of walking; from feeling dizziness, heat, and cold.
Francisco's images are an echo of his obsession with studying alphabets, of his inclination towards writing and construction —which are also one and the same thing. They result from aligning, stacking, supporting, and finding, in these new orders, meanings. Forgetting the difference between reality and fiction and immersing oneself in the production of these images as if they were channels to unravel the belief that there are strange forms, because the strange is only a mirage made of distance.
In the few millimeters —the millimeter?— that the tool used to carve the surface of his wooden plates —his paintings, those barks— traveled, he appropriated forms that seem to have been waiting to be found. They have the strength of something that comes off as an accessory or artifice: there is no disguise or illusion in his images, only wear and erosion. They are light on a darkness in which pre-existing and infinite forms come to life. In these underlying forms-organisms-scars-traces-signs, fertile, the principle of life itself beats. Their stillness is a fantasy because we know they vibrate.
Francisco Vázquez Murillo's images, although an expression of our ability to create signs and language, precede Babel. The possibility of giving a thousand names to a flower and calling it “mal de ojos”, “algarrobillo”, “piscala”, “cosme”, “flor de indio”, “barbón”, “picha de perro”, “poinciana”, or “espiga de amor” —data on which he also anchors his work—is undone so that we all speak the same form, recognize the same behavior. His images traverse historical time and geo-cultural distances. They may be a call to pay attention to that which has not yet been categorized, has no name, or is not a word. Images in this state of purity are supportive.
Francisco Vázquez Murillo's images arise from "looking up, looking down," as the artist himself says. Looking from afar and up close, from inside and outside. The bird's-eye view of the forest whose rhythm is similar to that of the sea floor, interrupted by the vision of the tangle that exists within it —perhaps what Francisco calls the "noise of thought"— proposes to find depth and surface. The journey the artist takes both above the skin of the forest and through it seeks to discover what simmers, what boils because it is active on Earth.
Hypnotics, Vázquez Murillo's images arrange something in the eye, tempt touch, allow us to float. Between ritual and exercise, they represent the energy that exists in the ovens and life broths when it arrives as well as when it escapes or transforms.
Alejandra Aguado
Octubre 2023
Francisco Vázquez Murillo's images seduce us with their familiarity. With that intimacy that results from encountering something we know is not unfamiliar even if we haven't seen it before. It affirms itself with eyes and skin and reveals that there is something common; there are codes that traverse time, matter, space. They seem to have been sheltered in his retinas. They arise from looking, lost, at the roofs of his wooden house, from organizing seeds, from holding roots in his hands, submerging them in the earth, studying the forms of plants, and recording how changes in the environment alter them. From observing the creatures that roam and create furrows in the grass and the house; from watching the trail left by their way of walking; from feeling dizziness, heat, and cold.
Francisco's images are an echo of his obsession with studying alphabets, of his inclination towards writing and construction —which are also one and the same thing. They result from aligning, stacking, supporting, and finding, in these new orders, meanings. Forgetting the difference between reality and fiction and immersing oneself in the production of these images as if they were channels to unravel the belief that there are strange forms, because the strange is only a mirage made of distance.
In the few millimeters —the millimeter?— that the tool used to carve the surface of his wooden plates —his paintings, those barks— traveled, he appropriated forms that seem to have been waiting to be found. They have the strength of something that comes off as an accessory or artifice: there is no disguise or illusion in his images, only wear and erosion. They are light on a darkness in which pre-existing and infinite forms come to life. In these underlying forms-organisms-scars-traces-signs, fertile, the principle of life itself beats. Their stillness is a fantasy because we know they vibrate.
Francisco Vázquez Murillo's images, although an expression of our ability to create signs and language, precede Babel. The possibility of giving a thousand names to a flower and calling it “mal de ojos”, “algarrobillo”, “piscala”, “cosme”, “flor de indio”, “barbón”, “picha de perro”, “poinciana”, or “espiga de amor” —data on which he also anchors his work—is undone so that we all speak the same form, recognize the same behavior. His images traverse historical time and geo-cultural distances. They may be a call to pay attention to that which has not yet been categorized, has no name, or is not a word. Images in this state of purity are supportive.
Francisco Vázquez Murillo's images arise from "looking up, looking down," as the artist himself says. Looking from afar and up close, from inside and outside. The bird's-eye view of the forest whose rhythm is similar to that of the sea floor, interrupted by the vision of the tangle that exists within it —perhaps what Francisco calls the "noise of thought"— proposes to find depth and surface. The journey the artist takes both above the skin of the forest and through it seeks to discover what simmers, what boils because it is active on Earth.
Hypnotics, Vázquez Murillo's images arrange something in the eye, tempt touch, allow us to float. Between ritual and exercise, they represent the energy that exists in the ovens and life broths when it arrives as well as when it escapes or transforms.
Alejandra Aguado
Octubre 2023